Decenas de millones de brasileños enfrentan hambre o inseguridad alimentaria mientras la crisis de COVID-19 del país se prolonga y mata a miles diariamente.
RÍO DE JANEIRO — Adolescentes escuálidos sostienen avisos en los cruceros con letreros que dicen fome –hambre— en letras grandes. Niños, muchos de ellos no han asistido a la escuela por más de un año, mendigan comida afuera de supermercados y restaurantes. Familias enteras se apretujan en endebles campamentos en las aceras y piden fórmula para bebé, galletas o lo que sea.
A un año de la pandemia, millones de brasileños están hambrientos.
Las escenas, que proliferan en los últimos meses en las calles de Brasil, son una cruda evidencia de que la apuesta del presidente Jair Bolsonaro —proteger la economía del país al evitar políticas de salud pública para controlar el virus— ha fracasado.
Desde el inicio del brote, el mandatario brasileño se ha mostrado escéptico del impacto de la enfermedad y desdeña el consejo de los expertos en salud al argumentar que el daño económico de los cierres, la suspensión de las actividades de negocios y las restricciones de movilidad que recomendaron sería una amenaza mayor que la pandemia para la débil economía del país.
Ese sacrificio causó una de las cifras de víctimas mortales más altas del mundo pero también falló en su objetivo: mantener el país a flote.
El virus afecta el tejido social al establecer récords dolorosos mientras que la crisis de salud empeora y empuja a los negocios a la quiebra al asesinar los empleos y obstaculiza aún más el avance de una economía que durante más de seis años casi no ha crecido.
El año pasado, las transferencias de emergencia en efectivo del gobierno ayudaron a poner alimento en la mesa de millones de brasileños. Pero cuando ese dinero fue recortado drásticamente este año ante una inminente crisis de duda, muchas alacenas se quedaron vacías.
El año pasado unos 19 millones de personas pasaron hambre, casi el doble de los 10 millones que experimentaron una situación similar en 2018, el año más reciente del que hay datos, según el gobierno brasileño y un estudio de privaciones durante la pandemia llevado a cabo por una red de investigadores brasileños ocupados en el asunto.
Y el estudio mostró que alrededor de 117 millones de personas, o alrededor del 55 por ciento de la población del país enfrentan inseguridad alimentaria con acceso incierto a nutrición en 2020, un gran salto de los 85 millones que estuvieron en esa situación hace dos años.
“La forma en que el gobierno ha manejado el virus ha profundizado la pobreza y la desigualdad”, dijo Douglas Belchior, fundador de UNEafro Brasil, una de un puñado de organizaciones que se han unido para recaudar fondos para llevar despensas a las comunidades vulnerables. “El hambre es un problema grave e incurable en Brasil”.
Luana de Souza, de 32 años, era una de las madres que hacían cola afuera de un banco de comida improvisado una tarde reciente con la esperanza de conseguir una bolsa con frijoles, arroz y aceite. Su esposo había trabajado en una empresa organizadora de eventos pero se quedó sin empleo el año pasado como ocho millones de personas que se unieron a las filas del desempleo en Brasil durante la pandemia y empujaron la tasa por enciva del 14 por ciento, según el Instituto de Geografía y Estadística de Brasil.
Al principio la familia administraba cuidadosamente la asistencia del gobierno, dijo De Souza, pero este año, cuando recortaron los pagos, han tenido dificultades.
“No hay trabajo”, dijo. “Y las cuentas siguen llegando”.
En 2014, la economía brasileña entró en recesión y no se había recuperado cuando llegó la pandemia. Bolsonaro a menudo evocaba la realidad de familias como la de De Souza, que no pueden darse el lujo de quedarse en casa sin trabajar para sostener que los confinamientos impuestos por los gobiernos de Europa y otros países ricos para detener la propagación del virus eran insostenibles en Brasil.
El año pasado, gobernadores y alcaldes de todo el país decretaron suspensión de actividades para los negocios no esenciales y ordenaron restricciones de movilidad, medidas que Bolsonaro calificó como “extremas” y advirtió que causarían desnutrición.
El presidente también desestimó la amenaza del virus, sembró dudas sobre las vacunas, que su gobierno empezó a procurar con retraso y a menudo alentaba a multitudes de sus seguidores en eventos políticos.
Una segunda ola de casos este año llevó al colapso del sistema de salud en varias ciudades y funcionarios locales volvieron a imponer un montón de medidas estrictas y se hallaron en guerra con Bolsonaro.
“La gente necesita libertad, derecho a trabajar”, comentó el mes pasado y dijo que las nuevas medidas de cuarentena impuestas por los gobiernos locales equivalían a vivir en “dictadura”
Este mes, cuando la cifra de muertes diarias causadas por el virus superó los 4000, Bolsonaro reconoció la gravedad de la crisis humanitaria que enfrentaba su país. Pero no asumió responsabilidad y más bien culpó a los funcionarios locales.
“Brasil está al límite”, dijo y argumentó que la culpa era de “quien sea que haya cerrado todo”.
Pero los economistas dijeron que era “un dilema falso” decir que las restricciones para controlar el virus empeorarían la crisis económica de Brasil.
En una carta abierta dirigida a las autoridades brasileñas a finales de marzo, más de 1500 economistas y empresarios pidieron al gobierno que impusiera medidas más estrictas, entre ellas un confinamiento.
“No es razonable esperar que la actividad económica se recupere de una epidemia descontrolada”, escribieron los expertos.
Laura Carvalho, economista, publicó un estudio que mostraba que las restricciones pueden tener un impacto negativo en la salud económica de un país en el corto plazo pero que, a largo plazo, habría sido una mejor estrategia.
“Si Bolsonaro hubiera implementado medidas de confinamiento habríamos salido antes de la crisis económica”, dijo Carvalho, profesora en la Universidad de São Paulo.
El enfoque de Bolsonaro tuvo un amplio efecto desestabilizador, dijo Thomas Conti, profesor en Insper, una escuela de negocios.
“El real brasileño fue la moneda más devaluada entre todos los países en desarrollo”, dijo Conti. “Nos encontramos en un alarmante nivel de desempleo, no hay predictibilidad al futuro del país, se violan las reglas presupuestarias y la inflación crece sin parar”.
La crisis de COVID-19 del país, que va en deterioro, ha dejado a Bolsonaro políticamente vulnerable. Este mes el Senado lanzó una investigación en torno al manejo gubernamental de la pandemia. Se espera que la indagatoria documente errores, entre ellos el apoyo del gobierno a fármacos ineficaces para tratar la COVID-19 y la escasez de suministros médicos básicos, como el oxígeno. Algunos de esos fallos probablemente serán culpados de ocasionar muertes que han podido prevenirse.
Creomar de Souza, analista político y fundador de la consultora Dharma Politics en Brasilia, dijo que el presidente subestimó la amenaza que era la pandemia para el país y no puso en marcha un plan comprehensivo para atenderla.
“Creyeron que no sería algo grave y asumieron que el sistema de salud podría manejarlo”, dijo.
De Souza dijo que Bolsonaro siempre ha hecho campaña y gobernado con un estilo combativo, presentándose a los votantes como una alternativa ante rivales peligrosos. Su respuesta a la pandemia ha sido consistente con ese manual de operación, dijo.
“La gran pérdida, además de la creciente cifra de víctimas en esta tragedia es una erosión de la gobernanza”, dijo. “Enfrentamos un escenario de mucha volatilidad, con muchos riesgos políticos porque el gobierno no cumplió con las políticas públicas”.
Los grupos de defensa y las organizaciones de derechos empezaron este año una campaña llamada Tem Gente Com Fome, o Gente con Hambre, con la intención de recaudar fondos de las empresas y los individuos para hacer llegar despensas a las personas necesitadas de todo el país.
Belchior, uno de los fundadores, dijo que la campaña lleva el nombre de un poema del escritor y artista Solano Trindade. Describe escenas de miseria vistas mientras en Río de Janeiro recorre los barrios pobres de los que el Estado durante décadas ha estado ausente.
“Las familias cada vez más están pidiendo que se les entregue antes la comida” dijo Belchior. “Y dependen más de las acciones de la comunidad que del gobierno”.
Carine Lopes, de 32 años, presidenta de una escuela de ballet comunitario en Manguinhos, un distrito de clase trabajadora de Río de Janeiro, ha respondido a la crisis convirtiendo su organización en un centro de ayuda improvisado.
Desde el comienzo de la pandemia, el precio de los productos básicos aumentó drásticamente en las tiendas cercanas, contó. El costo del aceite de cocina se triplicó con creces. Un kilo de arroz ha subido al doble. A medida que la carne se volvió cada vez más prohibitiva, las parrilladas al aire libre que se celebraban los domingos se convirtieron en una rareza en el vecindario.
Durante mucho tiempo, Lopes se acostumbró a recibir llamadas de padres que querían desesperadamente un lugar para sus hijos en la escuela de ballet, pero ahora se ha acostumbrado a algo muy diferente. A diario, viejos conocidos y extraños le envían mensajes de texto preguntándole por las canastas de comida que la escuela de ballet ha estado distribuyendo semanalmente.
“Estas mamás y papás ahora solo están pensando en los artículos básicos”, dijo. “Llaman y dicen: ‘Estoy desempleado, no tengo nada más para comer esta semana. ¿Hay algo que puedas darnos?’”.
Cuando el virus finalmente retroceda, las familias más pobres tendrán más dificultades para recuperarse, dijo.
Lopes se desespera pensando en los estudiantes que no se han podido conectar a las clases en línea desde sus hogares porque no tienen conexión a internet, o donde el único dispositivo con pantalla pertenece a un padre que trabaja.
“Nadie podrá competir por una beca con un estudiante de clase media que logró estar al corriente con las clases con su buen internet y sus tabletas”, dijo. “La desigualdad se está exacerbando”.
Fuente: The New York Times