Con los motores a punto de ponerse a rugir, los combustibles llenos de oxígeno líquido y los astronautas Douglas Hurley y Robert Behnken a los mandes de la nave, una nube se cruzó en un día histórico para la conquista espacial. El cohete y la nave de Space X no abandonó la lanzadera de la NASA en el Centro Espacial Kennedy en dirección a la Estación Espacial Internacional (EEI).
Los que miraron al cielo en Florida para ver la columna vertical de humo y fuego y los millones de personas que lo seguían desde sus casas se quedaron con las ganas. El incierto pronóstico meteorológico, que arrancó el día con un 50% de posibilidades de que las nubes hicieran pasillo al cohete, acabó por poner el pulgar boca abajo.
Todo EE.UU., maniatado por la pandemia de coronavirus, estaba pendiente del lanzamiento. Sin partidos de baloncesto o béisbol en la tele, con la mayoría de los negocios cerrados o restringidos en buena parte del país, sin ganas de tomarse una cerveza en el bar con una mascarilla y distancia física, el despegue fue el acontecimiento del día. Cualquier observador distraído podría haberse preguntado por qué tanta algarabía con el cohete.
Al fin y al cabo, EE.UU. y Rusia mandan astronautas y cosmonautas a la EEI de forma rutinaria desde hace décadas y China también ha puesto en el espacio a sus «taikonautas». El lanzamiento de ayer era, en efecto, un paso discreto en la conquista del espacio. «Pero un gran salto para la carrera espacial privada», se podría replicar en homenaje a Lance Armstrong, el primer hombre en poner el pie en la Luna, en 1969.
Se considera un vuelo histórico no por los avances técnicos sino por el cambio de paradigma en la conquista del espacio. La gran diferencia entre el viaje de Armstrong -y los astronautas que le precedieron y le sucedieron- y el de Behnken y Hurley no es si la nave es un cascarón de nuez metálico o una maravilla tecnológica. Lo decisivo es que los astronautas de ayer eran, de alguna forma, pasajeros.
Y la todopoderosa NASA, el orgullo patriótico que llevó varias veces al hombre a la Luna, es un cliente de una compañía privada. Porque el gran protagonista fue SpaceX, que ayer estaba lista para entrar en la edad adulta y marcar el camino de lo que será el futuro de la conquista espacial, ya sea el regreso a la Luna o la ansiada llegada a Marte: una colaboración entre entidades públicas y privadas, con un creciente protagonismo de estas últimas.
La nave que alojó a los dos astronautas, la Crew Dragon, ha sido desarrollada por SpaceX. También el cohete, el Falcon 9. Sus comunicaciones eran con una sala de control con empleados de la compañía privada. El cambio es incluso estético: Hurley y Behnken vistieron trajes de astronauta de diseño, con un estilo entre minimalista y futurista, y los paneles de control de la nave ya no son un enjambre de botones, agujas y pequeños monitores, sino pantallas enormes táctiles. Incluso el diseño de la nave es más elegante.
La nueva situación la reconoció en la víspera el viceadministrador de la NASA, James Morhard: «Estamos muy interesados en ser clientes de SpaceX y de otras compañías en el futuro, estamos tratando de expandir la economía de los vuelos en órbita terrestre baja».
El de ayer era también el punto final de una larga travesía en el desierto para el sector aeroespacial de EE.UU.: era el primer despegue de astronautas de la NASA desde territorio estadounidense desde hace casi una década. El programa de transbordadores, que dominó las operaciones de la NASA desde finales de la década de 1970, estaba envejecido y era muy costoso para las arcas públicas. La puntilla trágica la tuvo en 2003 con el accidente del transbordador Columbia, que se desintegró en su reingreso a la atmósfera, con siete astronautas dentro.
El accidente llevó al entonces presidente, George W. Bush, a cerrar el programa de transbordadores, que volaron por última vez en 2011. Sin una alternativa preparada para llegar a la EEI, los astronautas han tenido que ir «de paquete» -y pagando mucho dinero- en las naves Soyuz rusas durante casi una década. Una humillación para EE.UU. que demostró su músculo tecnológico y militar frente la URSS y Rusia en la conquista del espacio, con la excepción del vuelo inaugural de Yuri Gagarin. Desde el fin de la era de los transbordadores, las Administraciones tanto de Bush como de su sucesor, Barack Obama, y del actual presidente, Donald Trump, apostaron por la iniciativa privada.
El vuelo se traslada ahora a este sábado, si la meteorología caprichosa no lo impide, y marcará una nueva etapa de optimismo sobre el espacio en EE.UU. El año pasado, la nostalgia dominaba las celebraciones del medio siglo desde la llegada del hombre a la Luna. Ahora la sensación es la de volver a soñar con nuevas gestas, y de la forma más americana: dando la espalda a los rusos y de la mano del ingenio individual, de la iniciativa privada. «Es una oportunidad única para unir a EE.UU. y decir ‘mirad qué brillante es el futuro’», dijo el administrador de la NASA, en un momento en el que el país está más polarizado que nunca, con la reelección de Trump a la vuelta de la esquina y con el peso de la tragedia del coronavirus.
Trump no quiso perderse un evento tan popular y viajó hasta Florida. Su contrincante electoral, Joe Biden, trató de sacar partido del hito recordando que viene del Gobierno de Obama, en el que él era vicepresidente. Pero ahora, junto al lago de la NASA y la bandera de EE.UU. viaja el de SpaceX, la aventura empresarial de Elon Musk.